Lo absurdo, lo corriente, lo doméstico: Javier Galán














Lo absurdo, a pesar de la di-versión [sic] que puntualmente es capaz de provocar, ya desde el propio origen del término contiene una acepción crítica y satírica a la que numerosos artistas han atendido en la historia de las artes visuales. Su presencia aislada en el continuo de nuestra rutina diaria puede ser graciosa, hasta liberadora si me apuran, pero repetido ese absurdo, puede convertirse en un verdadero desestabilizador, un tormento, en la falla de un sistema continuo, en la torcedura de un discurrir.


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Al pronunciar discurrir no podemos dejar de aludir a lo corriente, es decir aquel flujo continuo, tal vez inasible, imponderable, cuya metáfora se expresa apropiadamente en el día a día (es un «día corriente», por no hablar de «cuenta corriente»). Vivir al fin y al cabo es eso: cotidianidad y, como decía Marcel Proust: «es nuestra atención la que pone los objetos en nuestra habitación y el hábito lo que los retira y nos hace sitio». Solo una vez los objetos invisibles es cuando el hábito se posibilita, cuando el yo se posibilita, un yo que se define porque usa instrumentos. Más que nada porque somos nuestras rutinas, de hecho no se puede vivir (o al menos, es muy cansado) en un constante «extrañamiento», según Arto Haapala en su texto On the Aesthetics of the Everyday: Familiarity, Strangeness, and the Meaning of Place.


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El discurrir del líquido es la vida expresada. Nada más desangelado o condenado que un estanque o peor, un charco. Lo doméstico o «aquello que nos rodea» no se puede entender si este turno de entradas y de salidas en el que la energía viene, va, se releva. Las Vainica Doble cantaban: «escucha las melodías que canta el agua por las cañerías», y tal vez el prestar atención a lo doméstico –puesto que solo lo tenemos en cuenta cuando la tubería falla, o la luz se va– nos ayuda a comprender más ampliamente nuestra existencia. Y si entendemos la práctica artística en tanto ejercicio de resistencia con Deleuze (de repente existencia y resistencia se reconocen), en fin, tal vez encontramos un apasionante territorio que subvertir en nuestro ámbito más cercano, el del hogar, y con él ni que sea pararnos un rato e incluso fascinarnos acerca de su «funcionamiento».




A menudo las prácticas artísticas que se ocupan del hogar, de la casa, lo hacen para evidenciar sus aspectos políticos a través de la parodia, la hipérbole, incluso la caricatura. Pero no hay tantas piezas que hayan reflexionado sobre la poética fluctuante de la casa, de su «energía». Recuerdo en el MACBA las piezas de Sigalit Landau, Yotam, Nir y Angel (2014) una instalación formada por las cañerías de agua de los edificios que en su ciudad, Tel Aviv, quedan a la vista en el espacio urbano formando el paisaje del mismo, reflexionando así acerca de cuestiones en torno a la intimidad, el urbanismo, las políticas. Las metáforas de la casa y el cuerpo han sido sobradamente exploradas, siendo Louise Bourgeois probablemente quien en mayor medida haya recurrido a dicho tropo. En efecto, la casa es un organismo vivo, célula y celda a la vez (proceden de la misma etimología), una segunda piel.


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Hace poco, repasando los trabajos de final de grado de mi facultad, reparé en la exposición de Javier Galán. Me sorprendió la concentración de un trabajo tan específico cuando lo habitual son las generalidades (en definitiva más cómodas cuando las ideas aun están prematuras), y eso fue lo que me atrajo: las cañerías de la casa, un trabajo sobre grifos, básicamente.


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Hacer una «obra» en «casa», incluso sin salir de casa, es algo no solo económica y espacialmente rentable (más que desde luego, tener como tengo todos los días a los fontaneros aquí), sino que se revela como una oportunidad introspectiva, y en cierta medida, desacralizadora. Javier se propuso una escucha, la escucha minuciosa del funcionamiento de los grifos de su propio piso de estudiante, la cual ha expresado en una serie de escritos, escritos que rozan el absurdo dado el detalle con el que precisa cada goteo, y en su repetición, incidir en este aspecto.



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A partir de ahí, a través de un sistema de mangueras, per-virtió [sic] el flujo diario de su hogar, realizando ingeniosas instalaciones para reflexionar sobre la circulación silenciosa que a menudo habita suelos y tabiques, por otro lado fundamental en nuestra domesticidad: la higiene privada se hace colectiva cuando desborda al individuo (nadie repara en la violencia de las goteras ni las humedades hasta que las tienes en casa). Estas instalaciones quedaron también registradas en fotografías, impresiones intervenidas, recortadas, pintadas, así como numerosos dibujos evocando una suerte de diagramas acerca de dicha «presión» cotidiana. Todas ellas tienen su eco, su inicio, en el otro espacio vital por excelencia, esa otra casa que en definitiva es el entorno laboral. Y lo que es más destacable, el baño (masculino) de ese entorno laboral, donde él propuso una especie de sinfonía de chorros. El proceso de trabajo, por tanto, tiene su reflejo en ambas esferas.













Sin entrar en la factura del agua, desbordada, siguiendo la metáfora (qué broma tan simple), ni problematizar acerca del despilfarro de dicho bien, obviamente hay implícitas aquí cuestiones políticas y de género que creo, se resuelven bien cuando uno indica desde dónde parte (la subjetividad, de todas todas). Lo cierto es que, al igual que nuestro cuerpo es un 75% de agua –prácticamente un calabacín– la casa también lo es a su modo, y de hecho es curioso, porque el hogar proviene de fuego (ya no hablemos de calefacción, ni menos de la factura de la calefacción) entonces aquí tenemos los dos elementos, batallando. Otro punto realmente sustancioso de este trabajo, de este flujo interrumpido, es el de dónde empieza la obra (al ocuparla) y dónde termina la casa (al ser su espacio).


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Mateo Maté decía acerca de una de sus piezas que aunque la mesa sea intervenida (uno de sus muchos muebles cuyo perímetro dibuja la silueta de un país), él seguía comiendo cada día sobre ella. La experiencia de convertir tu casa en una obra, más allá del concepto taller, litiga con la funcionalidad. Se aceptan concesiones graduales, eso sí. Pero lo que a las claras sucede, es que cuando consigues revisitar tu casa, verla de otra manera, es cuando regresas en cierta medida a la escala (mirada) infantil –la barricada en el salón que, por ejemplo, Henrietta Lehtonen monta en su pieza The Nest (1995)–, dándote cuenta de las enormes posibilidades creativas que presenta el día a día, extrayendo así un tiempo propio al mismo vivir, más allá de entender vida por un lado y arte por otro, como ya diría Michel de Certeau. Y, ¿no es esa ya la relación arte-vida que tanto se reclamaba desde las Vanguardias?













© Imágenes de Javier Galán.